Cada 25 de enero, la Iglesia Católica celebra el milagro de la conversión de San Pablo, apóstol del Señor, a quien también llamamos “apóstol de los gentiles” o “apóstol de las naciones”, ya que ejerció un papel decisivo en la conformación de la Iglesia de Jesucristo, al lado de San Pedro.
Saulo, el futuro San Pablo, nació en Tarso de Cilicia, hacia el año 8 de la Era Cristiana. Perteneció a una familia judía y, como tal, estaba sólidamente formado en la Ley judaica.
Pronto pasó Saulo a Jerusalén, a completar su educación rabínica, y su maestro fue el más autorizado rabino de entonces, Gamaliel el Viejo. Su gran talento le afianzó rápidamente en los principios de la Ley antigua, que cita constantemente de memoria y con gran exactitud.
Su carácter impetuoso le lanza a un fanatismo exagerado, en legítima defensa de la Ley y tradiciones ancestrales. Su celo e impetuosidad le llevaron a unirse a los perseguidores de la fe cristiana, convencido de que defendía la causa de Dios.
Por aquel tiempo se había ya constituido en Damasco un grupo importante de la nueva comunidad cristiana, del que pronto tuvo noticia Pablo, que contaba por entonces unos veintiséis años de edad. Con su afán de exterminio pidió al príncipe de los sacerdotes unas cartas de presentación para Damasco, a fin de apresar a los adeptos de la nueva fe.
Obtenidas las cartas, Pablo y sus compañeros se acercaban a Damasco, cuando de pronto una luz del cielo les envolvió en su resplandor. Pablo vio entonces a Jesús. A su vista cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”.
Atemorizado y sin reconocerlo, Pablo preguntó: “¿Quién eres Tú, Señor?”.
“Yo soy Jesús, a quien tú persigues”, le respondió el Señor, quien le ordenó entrar en la ciudad, donde se le diría lo que debía hacer.
Pablo estaba ciego. En la ciudad permaneció tres días atacado por la ceguera y sin comer ni beber nada.
Recobrada milagrosamente la vista, se retiró a Arabia, donde permaneció entregado a la oración y en trato íntimo con el Señor. Regresó luego a la ciudad, entrando de lleno en su función de apóstol y en su gran labor evangelizadora.
Desde entonces empezó a predicar, directamente y sin rodeos, la doctrina de Jesús, y a proclamar que Jesucristo es el verdadero Dios y el Mesías prometido, lo que le valió persecuciones y dificultades, viajando sin descanso de una parte a otra del mundo romano, sembrando por doquier la fecunda semilla de la fe en Cristo Jesús.
Gracias al título de ciudadano romano, cuyos privilegios hizo valer, se libró de ser azotado; luego, después de dos años de estar preso en Cesarea, logró terminar su encarcelamiento apelando al César.
A fines del año 66, se le encerró en una prisión terrible, con absoluta inactividad e incomunicación. Supo, no obstante, doblegarse a la voluntad del Señor, que le tenía destinado, como a Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, a una muerte próxima.
Según la tradición más admitida, los dos fueron inmolados el mismo día, en el año 67; Pedro, crucificado cabeza abajo en la colina del Vaticano; Pablo, decapitado en la Vía Ostiense.
— Condensado de ACI Prensa