Es increíble como pasa el tiempo tan rápido y como Dios va acomodando todo según su voluntad para poder realizar sus planes.
Entré a los 18 años al convento de los Misioneros de Cristo y por 10 años estuve con ellos. Llegó el momento en el cual Dios me hizo ver por diversas circunstancias que mi camino iba más por la vida diocesana, y aunque apliqué en una diócesis de México y fui aceptado, por razones misteriosas Dios tenía otro plan para mi vida.
Debido a que la formación del seminario era muy costosa y no queriendo agravar con esos gastos a mis padres, decidí viajar a Estados Unidos a trabajar unos meses y juntar el dinero para el año que me faltaba para terminar la Teología y ser ordenado.
Tenía a mis primos en Gastonia y ellos amablemente me ofrecieron su casa y hasta trabajo para poder llegar.
Llegué con todo el ánimo del mundo, sabiendo cual era mi plan y con idea de ahorrar lo más posible para poderme regresar al seminario.
Recuerdo que fui a la Iglesia San Miguel en Gastonia para la Misa; la comunidad hispana todavía era muy pequeña en ese entonces. Celebraba la Misa el Padre John Allen, que era en ese tiempo el encargado de vocaciones. Yo había sido invitado a ser lector en esa Misa y, para mi sorpresa, al final de esta vino un joven a decirme que el sacerdote quería hablar conmigo.
Al presentarme ante él, lo primero que me dijo es que si nunca había pensado en ser sacerdote. Cuando le confirme que estaba en mi último año de Teología y que sólo estaría un tiempo para regresar a mis estudios, ese hombre casi saltaba de gusto, se le notaba un gran entusiasmo, y me dijo que en la diócesis necesitaban sacerdotes de habla hispana y que quería presentarme inmediatamente al obispo y al Padre Fidel Melo que trabajaba en la diócesis.
Quien conoce al Padre John sabe que es impetuoso y que cuando se propone algo pasa en poco tiempo por loco que esto parezca. El martes de esa misma semana me llevaron con el Obispo William Curlin y yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando tan rápido.
Me explicaron la gran necesidad de sacerdotes que había en la diócesis y me acuerdo que le recordé en ese momento al Padre John que mi plan era volverme a México.
Esa misma noche le llamé a mi madre para decirle lo que pasaba. Ella con su sabiduría y calma me dijo: hijo, no es casualidad que tú estés allá, tienes que ver el plan de Dios, no el tuyo.
Para ser honesto no sentía ninguna atracción por quedarme en la diócesis en ese momento, y sin embargo sentí el imperativo de mi consciencia que me decía que escuchara lo que mi madre me estaba diciendo.
Entré al seminario aquí en Estados Unidos. Fue un poco difícil pues me dieron solo un curso de 3 meses de inglés antes de entrar a las clases de Teología. Fue también un momento dramático, pues fue el año del ataque del 11 de septiembre a Nueva York y yo estaba en Pensilvania, en el Seminario San Carlos Borromeo.
En el seminario, gracias a Dios, algunos de los profesores hablaban italiano y español. Así que mis exámenes pude hacerlos en esa lengua y para sorpresa mía terminé mis estudios con Suma Cum Laudem, que era un reconocimiento por los buenos resultados de mis estudios.
Fui ordenado por el Obispo William Curlin. Todo iba sucediendo tan rapido que realmente no recuerdo tantos detalles de mi ordenación.
Gracias a Dios fui enviado a la Parroquia Sagrado Corazón en Salisbury y tuve la fortuna de compartir 3 años con el P. John Putnam, que fue un gran mentor en mis inicios, a quien quiero, admiro y respeto mucho por su calidad de persona.
En el mismo año que yo fui ordenado también consagraron al Obispo Peter Jugis. Al año siguiente me invitó a ser parte del comité del Congreso Eucarístico, después a ser parte del Consejo Presbiteral y del Comité de Vocaciones. Lo que he venido haciendo con mucho gusto desde entonces.
En la parroquia Sagrado Corazón tuve muy buenas experiencias y la verdad es que hasta la fecha regreso allí y me siento en casa.
De allí me mandaron a la parroquia de Hickory, en la cual estuve 3 años y que gracias a Dios también disfrute muchísimo.
Siempre recuerdo la palabras de mi rector, el Obispo Michael Burbigde, en el seminario de Filadelfia que me dijo: “Julio, tú tienes una ventaja en tu favor para tu sacerdocio que podrás utilizarla siempre”. Y cuando le pregunté cuál era me dijo, “tú vas a ser muy querido por todos”.
Esas palabras las llevo en mi corazón y gracias a Dios siempre lo he visto en las parroquias y ministerios. Me dicen el padre enojón, creo que por mi cara de seriedad, pero me entiendo bien con los fieles.
Después de Hickory me dieron la parroquia San Francisco en Lenoir. Los primeros dos años fueron un poco estresantes en esa parroquia, pero después vino el despertar de toda la comunidad y se volvió una parroquia familiar, alegre, comprometida al cien por ciento con la adoración al Santísimo, retiros espirituales, formación y mucha unidad. Gracias a Dios en ese tiempo florecieron dos vocaciones sacerdotales que todavía siguen en nuestra diócesis.
Después de eso, en acuerdo con el Obispo Peter Jugis, me hice parte del Ministerio Hispano. Gracias a Dios he ido creciendo en este ministerio que realmente me apasiona.
Desafortunadamente se nos vino la época del COVID, pero gracias a Dios ya es parte del pasado. Ahora veo a una Iglesia que resurge de la cenizas del dolor e incertidumbre y se eleva con gran entusiasmo.
Mi meta en el Ministerio Hispano es lograr la misma reacción que hubo en la parroquia de San Francisco, una diócesis postrada a los pies del Santísimo Sacramento; un equipo de catequistas bien formado que sepa dar razón de su fe y ayude en la evangelización; una familia diocesana unida por el vínculo del amor; una diócesis que produzca muchas vocaciones sacerdotales y religiosas, pues tenemos muchos jóvenes en la comunidad hispana; una diócesis inclusiva a las diferentes culturas, pero llamada por el mismo Dios, aún con la diferencia de idiomas y costumbres culturales; una Iglesia en la cual no miremos tanto las diferencias, sino la riqueza de la cultura católica que nos hace ir más allá de nosotros mismos para abrazar la buena nueva de nuestro Señor Jesucristo y verdaderamente nos hace unirnos en Cristo nuestro Señor.
Le agradezco a Dios por cada momento de mi vocación sacerdotal. Si volviera a nacer y me preguntaran qué quiero ser, nuevamente, sin duda pediría ser sacerdote, pues las riquezas de gracia que Dios concede, sobre todo en la profunda intimidad con Él, son verdaderamente increíbles.
Me encomiendo en sus oraciones.
Padre Julio C. DomÍnguez es Vicario Episcopal del Ministerio Hispano de la Diócesis de Charlotte.